MEDITACIÓN
MIERCOLES
SANTO
“Jesús en la
oración en el huerto”
Entonces
Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y dijo a los discípulos:
“sentaos aquí, mientras voy allá a orar” y llevándose a Pedro y a los dos hijos
de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: “Mi alma
está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un
poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, que
pase de mi este cáliz, pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”. Y
volvió a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: “¿No habéis
podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues
el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. De nuevo se apartó por
segunda vez y oraba diciendo: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que
yo lo beba, hágase tu voluntad”. Y viniendo otra vez, los encontró dormidos,
por que sus ojos se cerraban de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez
oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió a los discípulos, los encontró
dormidos y les dijo: “Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la Hora y
el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos,
vamos! Ya está cerca el que me entrega”.
(Mt 26, 36-46)
Meditación
Papa Francisco:
Discurso
religiosos y seminaristas en Getsemaní - 26 de mayo de 12014:
Cuando llegó la hora señalada por Dios
para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, Jesús se retiró aquí, a
Getsemaní, a los pies del monte de los Olivos. Nos encontramos en este lugar
santo, santificado por la oración de Jesús, por su angustia, por su sudor de
sangre; santificado sobre todo por su “sí” a la voluntad de amor del Padre.
Sentimos casi temor de acercarnos a los sentimientos que Jesús experimentó en
aquella hora; entramos de puntillas en aquel espacio interior donde se decidió
el drama del mundo.
En aquella hora, Jesús sintió la necesidad
de rezar y de tener junto a sí a sus discípulos, a sus amigos, que lo habían
seguido y habían compartido más de cerca su misión. Pero aquí, en Getsemaní, el
seguimiento se hace difícil e incierto; se hace sentir la duda, el cansancio y
el terror. En el frenético desarrollo de la pasión de Jesús, los discípulos
tomarán diversas actitudes en relación a su Maestro: actitudes de acercamiento,
de alejamiento, de incertidumbre.
Nos hará bien a todos nosotros, obispos,
sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar:
¿quién soy yo ante mi Señor que sufre?
¿Soy de los que, invitados por Jesús a
velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los
ojos a la realidad?
¿O me identifico con aquellos que huyeron
por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena?
¿Descubro en mí la doblez, la falsedad de
aquel que lo vendió por treinta monedas, que, habiendo sido llamado amigo,
traicionó a Jesús?
¿Me identifico con los que fueron débiles
y lo negaron, como Pedro? Poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría
hasta la muerte (cf. Lc 22,33); después, acorralado y presa
del pánico, jura que no lo conoce.
¿Me parezco a aquellos que ya estaban
organizando su vida sin Él, como los dos discípulos de Emaús, necios y torpes
de corazón para creer en las palabras de los profetas (cf. Lc 24,25)?
O bien, gracias a Dios, ¿me encuentro
entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el
apóstol Juan? Cuando sobre el Gólgota todo se hace oscuridad y toda esperanza
parece apagarse, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre
y del discípulo amado los lleva a permanecer a los pies de la cruz, para
compartir hasta el final el dolor de Jesús.
¿Me identifico con aquellos que han
imitado a su Maestro hasta el martirio, dando testimonio de hasta qué punto Él
lo era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte
último de su vida?
La amistad de Jesús con nosotros, su
fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar
con confianza en el seguimiento a pesar de nuestras caídas, nuestros errores,
incluso nuestras traiciones.
Pero esta bondad del Señor no nos exime de
la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la traición que pueden
atravesar también la vida sacerdotal y religiosa. Todos estamos expuestos al
pecado, al mal, a la traición. Advertimos la desproporción entre la grandeza de
la llamada de Jesús y nuestra pequeñez, entre la sublimidad de la misión y
nuestra fragilidad humana. Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita
misericordia, nos toma siempre de la mano, para que no perezcamos en el mar de
la aflicción. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos. Por
tanto, no nos dejemos vencer por el miedo y la desesperanza, sino que con
entusiasmo y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión.
Ustedes, queridos hermanos y hermanas,
están llamados a seguir al Señor con alegría en esta Tierra bendita. Es un don
y también es una responsabilidad. Su presencia aquí es muy importante; toda la
Iglesia se lo agradece y los apoya con la oración. Desde este lugar santo,
deseo dirigir un afectuoso saludo a todos los cristianos de Jerusalén: quisiera
asegurarles que los recuerdo con afecto y que rezo por ellos, conociendo bien
la dificultad de su vida en la ciudad. Los animo a ser testigos valientes de la
pasión del Señor, pero también de su Resurrección, con alegría y esperanza.
Imitemos a la Virgen María y a san Juan, y
permanezcamos junto a las muchas cruces en las que Jesús está todavía
crucificado. Éste es el camino en el que el Redentor nos llama a seguirlo. ¡No
hay otro, es éste! “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí
estará mi servidor” (Jn 12,26).
Meditación:
Ahora
nos vamos con el Señor, y con Pedro, Santiago y Juan, al monte de los Olivos;
este momento va ser trascendental para poder comprender y entrar, aunque solo
sea un poco, en el interior de lo que pudo vivir y sufrir el Señor en esas
últimas horas. (Mt 26, 36-46).
El
final del camino se va acercando, todo manifiesta que se van a ir precipitando
los acontecimientos; Ahora se pone en juego todo y el todo es “TODO”; el
maligno vuelca aquí todo su poder de seducción, para poder así hacer caer en la
tentación (rechazar la voluntad del Padre) a Jesús. Todo el poder del demonio
se vuelca sobre Jesús.
Qué
oscuridad y qué silencio más sobrecogedor; estas últimas horas van a ser de una
angustia sobrehumana. No queda nada, absolutamente nada, a lo que aferrarse,
todo se ha perdido, todo se ha venido abajo, sólo queda una cosa que es
grandiosa por lo bella que es, y al mismo tiempo débil, porque supone reconocer
que nada depende ya de ti, solo de ÉL: confiar
en el Padre, sólo queda la confianza en medio de un silencio sobrecogedor.
Si
el camino de la santidad es un camino de identificación con Jesucristo, este momento
es fundamental para poder llevar a término ese camino de santificación. Este es
el punto culminante en todo camino de santificación; todos de una forma u otra,
por unos acontecimientos u otros (muertes, sufrimientos, divisiones,
enfrentamientos, enfermedades, pecados, etc.) tenemos que pasar por esta
situación existencial, que marca todo el camino de una vida espiritual puesta
en Dios: el abandono absoluto y confiado en la voluntad de Dios.
Es
poner en estos momentos de un modo especial nuestro corazón: Con San Ignacio
podemos decir: doler, tristar y llorar. Es un proceso de identificación con
Cristo que va a la cruz. Aquí es sentir con Cristo, métete en su corazón
sufriente y desgarrado, en ese corazón que se ha quedado humanamente vacío de
las cosas de este mundo este mundo y absolutamente lleno de confianza y abandono en Dios.
Cuanto
sufrimiento, cuanto dolor experimentó Jesús en estos momentos donde todo el mal
y todo el pecado del mundo se precipitó sobre el mas inocente de los inocentes;
Dolerme
de tanto dolor como sufrió y de tanto padecer de Cristo nuestro Señor.
Es
el momento de la tentación mas radical, donde el demonio se ceba con Jesús,
porque por lo duro y dramático del momento, puede creer que va a vencer; ante
la imagen de aquel hombre tan humillado, vejado y destrozado, no era difícil
pensar en la claudicación; es el momento en el que la situación de debilidad es
aprovechada por el demonio para la tentación suprema: El padre te ha abandonado por tanto: “NO hacer
la voluntad del Padre”.
La
escena se va dramatizando poco a poco; la soledad de Jesús se va haciendo cada
vez más patente, en ese momento de dolor y dramatismo los que lo acompañan se
quedan dormidos, ya se ha quedado sólo; todo ha terminado, desde las categorías
de este mundo, en un enorme fracaso.
Que
dormidos estamos ante la cruz de Jesús, esa cruz que se sigue haciendo
manifiesta en nuestro mundo en general (tanto crucificado hay hoy: enfermos
sufrientes y solos, ancianos abandonados, hombres y mujeres excluidos,
cristianos perseguidos, inmigrantes, niños y mujeres maltratadas, etc.) y en
nuestras vidas en particular. Qué dormidos a veces estamos ante las cruces de
los demás e incluso, a veces, ante las nuestras, porque no queremos verla, la
rechazamos o nos revelamos contra ella.
Cuantas
veces duermo mi vida consagrada o mi vida sacerdotal, y la vuelvo insípida, sin
sabor, sin ser reflejo de tu esperanza y de tu alegría Señor.
Cuantas
veces hago de mi vida de consagración algo vació, porque no tengo nada que ofrecer,
porque si no estoy unido a ti señor, Si no te tengo a ti Señor, yo qué puedo
dar. Sin ti no soy nada Señor.
Cuantas veces entrego mi consagración o mi
sacerdocio a los placeres, deseos y gustos de este mundo que me seduce, y mi
corazón se queda dormido, anestesiado a tu amor.
En
aquella situación, el único que se mantiene despierto es el Señor, los demás
todos dormidos/as y TÚ?, y YO? También puede que estés dormido/a.
Lo
más penoso es creerse despiertos, pero estar dormidos, esa es en muchas
ocasiones nuestra situación.
La
escena es dramática y al mismo tiempo de una fuerza y de una solemnidad
impresionante. Esta escena marca el comienzo del final.
Os
invito a que ahora os pongáis ante esta escena haciendo lo que San Ignacio
llama: “composición de lugar”, (meteros en la escena como si fueseis unos
espectadores, mirar a Jesús, su rostro angustiado sudado y ensangrentado;
meteros en su corazón, en sus sentimientos y ved como termina la escena: “Levantaos, vamos”).
El
Señor no te quiere dormido/a, despierta, mira tu vida, la verdad de tu vida,
con sus luces y sus sombras, y camina; “levántate,
vamos”. Afronta la realidad por dura que te parezca; carga con tu cruz, no
la desprecies ni la rechaces, ni te rebeles contra ella; cógela y llévala tú;
sé tú quien cargue con la cruz, que no
sea la cruz la que te condicione tu caminar.
Solo
así se puede realizar el tramo final que nos lleva desde Getsemaní hasta el
Calvario para la entrega última y definitiva por amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario