domingo, 5 de abril de 2020

Lunes Santo: Horario de cultos y Meditación






MEDITACIÓN



Del santo Evangelio según san Juan 12, 1-11

Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis.»
Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. 10 Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, 11 porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús.

Meditación del Papa Francisco.

Esta mujer encontró verdaderamente al Señor. En el silencio, le abrió su corazón; en el dolor, le mostró el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, hizo un llamamiento a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún juicio si no el que viene de Dios, y este es el juicio de la misericordia. El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia.

Simón, el dueño de casa, el fariseo, al contrario, no logra encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo pensado... Él permanece inmóvil en el umbral de la formalidad. Es algo feo el amor formal, no se entiende. No es capaz de dar el paso sucesivo para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se limitó a invitar a Jesús a comer, pero no lo acogió verdaderamente. En sus pensamientos invoca sólo la justicia y obrando así se equivoca. Su juicio acerca de la mujer lo aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender quién es su huésped. Se detuvo en la superficie —en la formalidad—, no fue capaz de mirar al corazón.

Ante la parábola de Jesús y la pregunta sobre cuál de los servidores había amado más, el fariseo respondió correctamente: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”. Y Jesús no deja de hacerle notar: “Has juzgado rectamente”. Sólo cuando el juicio de Simón se dirige al amor, entonces él está en lo correcto. (Homilía de S.S. Francisco,  13 de marzo de 2015).


Meditación:

En los últimos días de su vida en la tierra, Jesús pasa largas horas en Jerusalén, dedicado a una predicación intensísima. Por la noche, recupera las fuerzas en casa de sus amigos Marta, María y Lázaro. Y allí, en Betania, tiene lugar un episodio que recoge el Evangelio de Juan que se nos proclama en la Misa de hoy, y que el evangelista Mateo lo sitúa en casa de Simón el mago, fariseo que invita a Jesús a cenar.
      Seis días antes de la Pascua —relata San Juan—, fue Jesús a Betania. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente salta a la vista la humildad y generosidad de esta mujer. Desea manifestar su amistad y agradecimiento al Maestro, por haber devuelto la vida a su hermano y por tantos otros bienes recibidos, no repara en gastos. Mientras ella es generosa, esplendida y desinteresada con Jesús, Judas, presente también en la cena, es calculador y se entrega al juicio y a la murmuración, solo se preocupa del gasto del dinero, poniendo cotos y límites, cerrando su corazón al amor; el reproche de Judas refleja su incapacidad de ver más allá; es incapaz de abrirse al amor.

No nos sorprenderá constatar que en nuestros días hay muchos cristianos que podemos estar animados del mismo espíritu. Y lo que es peor, no son capaces de reconocer su endurecimiento y se muestran ante los demás como grandes benefactores. Este es el resultado de no dejarse interpelar por el lenguaje del amor gratuito, entregado y generoso de Jesús.

En el evangelio de hoy se nos muestra cómo Jesús sale al encuentro de sus amigos, y de todos aquellos que lo quieran escuchar; pregúntate: ¿Yo soy su amigo? ¿Yo lo quiero escuchar? De lo que no puedo dudar es de que Jesús sale a mi encuentro, me escucha, me conoce, me ama. Es Jesús quien desea ir a descansar a esa Betania que es mi casa, mi corazón, mi vida; es Jesús  quien viene a tocar a mi puerta; es Jesús quien desea sentarse a mi mesa, partir su pan conmigo, hablar conmigo como amigo.

Es Jesús el que siempre da el primer paso, el que me busca antes de que yo desee, y si quera, haga el intento de volverme a Él. Él siempre tiene el corazón abierto y dispuesto para encontrarse conmigo y acogerme.

La misericordia de Dios no tiene límites; El Verbo eterno, por puro Amor, ha salido del Padre para encontrarse con cada uno de nosotros, y ese camino de salida lo llevará a una entrega hasta el extremo, hasta la muerte  por amor mí y por cada uno de nosotros.

Jesús viene y se sienta a mi mesa, como fue y se sentó a la mesa de Mateo el publicano, y  como se sentó a la mesa de Simón (como recoge el evangelio de Mateo 26) el fariseo del Evangelio que hoy se nos proclama en la Eucaristía.

Jesús Toca a la puerta de mi corazón para iluminarlo, para fortalecerlo, para sanarlo y para consolarlo; con Pedro podemos decir Señor "Sólo tú tienes palabras de vida eterna".

Jesús, si yo quiero y me dejo, no sólo quieres estar a mi lado, sino que me llevas en tus brazos como el Buen Samaritano, para que las asperezas, las piedras y el barro del camino no me salpiquen y no me hagan tropezar y caer. Señor que me deje llevar por ti, sé tú el sostén de mi vida. Sé tu Señor “lámpara para mis pasos y luz en mi camino” (Salmo 118, 105).

Y también sé Señor que, aunque cayera, ¡Cuantas veces caigo Señor! Tu amor no disminuiría, incluso me amarías más, como a la oveja perdida. Señor, tú no pasarías de largo, sino que te pararías, y me limpiarías las heridas y manchas del camino. Tú me cuidarías y me curaría de mis heridas, para que pueda volver al camino, a la vida.

Jesús, como en el lavatorio de los pies, en la última cena, se abaja, sería una María de Betania para con nosotros, nos perfumaría los pies y la cabeza. ¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? Señor que como María, mis lagrimas enjuguen los pies de mi Señor, que de rodillas a sus pies, le ofrezca mi amor, mi ternura y mi agradecimiento por tanto como me ama y me perdona.

Ponernos a sus pies y llorar. Llorar por la tristeza de ofenderle y, sobre todo, llorar por la alegría de su misericordia y su perdón. Las lágrimas son la mejor oración que podemos elevar a Dios. Y, también, perfumar sus pies; que el perfume de nuestras buenas obras y el ungüento de nuestro perdón sean dignos de un Dios tan misericordioso. Como Él perdona, así perdonar a quienes nos ofenden.

No nos fijemos, como hizo Judas, en el "derroche" de este caro perfume. Es un perfume que nunca se acaba si es a Cristo a quien lo ofrecemos. Obrando así prepararemos la sepultura del Señor, su resurrección y su permanencia entre nosotros. Nuestro amor, y nuestras manifestaciones de amor a Cristo, nunca son un derroche, son el signo de un corazón humilde, abierto y generoso, que se da a aquel que nos ama, y al que deseamos poder corresponderle con un poquito de nuestro pobre amor.



Este es un tiempo de reflexión y meditación para darnos cuenta de que no podemos quedarnos parados sin hacer nada:

* ¿Con qué podemos ungir los pies de Jesús?
* ¿Qué hay en nosotros que pueda entregarse a Jesús y que inunde de buen aroma toda mi comunidad, y a toda la casa de Dios?



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