Vaticano, 11 de octubre 2012
Hoy, con gran
alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos
inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su
Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan
Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los
Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de
las Conferencias Episcopales.
Para rememorar
el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con
particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta
celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de
entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres
conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización
del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de
los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica,
que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros
recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de
la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento
espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y
realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe
en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a
Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la
Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la
fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de
la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio
del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el
Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a
toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos
dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en
poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo
apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El
cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él
es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no
es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos,
«el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de
hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es
el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los
pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa
en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un
movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena
noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el
instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a
Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os
envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y
soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por
medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo;
pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y
lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo
en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él
durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la
libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de
«proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio
Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico.
Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por
así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de
nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así,
dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios
Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la
fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y
sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus
enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse
cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición
doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que
tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia
general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI.
Pero debemos
ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el
beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del
Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que
el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma
cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto,
la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un
Concilio… Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser
fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro
tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792).
A la luz de
estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de
experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a
la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro
tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al
pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y
que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy
irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en
una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la
Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al
hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva
evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es
necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los
documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión.
Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así
decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar
también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia
del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita
caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y
permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada
nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien,
se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe
siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos
con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano
II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único
camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían
volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al
diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca
firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos
aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las
bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían
como propias en su verdad.
Si hoy la
Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es
para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace
50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que
quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus
documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la
promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación
con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos
decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del
Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que
podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos
cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a
partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de
la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de
Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar
testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La
primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir
34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha
aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los
peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por
casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten
hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos
encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así
podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los
desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es
esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice
el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el
evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II
son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia
Católica, publicado hace 20 años.
Venerados
y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María
Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo
hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre
como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a
poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo
habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis,
sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él»
(Col 3,16-17). Amén
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